jueves, 15 de enero de 2009

Los amigos de Ernesto

Ya le dije al Turco que tiene que poner un bidet. Es tan incómodo tener que agacharse sobre la palangana, para lavarse, cada vez que se va un cliente. Entre el lavatorio y el inodoro, debajo de la ventana, queda el espacio justo. El Turco me dice que sí, que lo va a hacer, que ya habló con el plomero del pueblo. Pero el tiempo pasa y todavía estoy en veremos. El Turco es así, nunca dice que no a nada. Pero después va y hace lo que quiere.

Desde la ventana del baño puedo ver la ruta. Cruzando la ruta hay un alambrado y más allá un árbol grande. En el árbol vive un zorzal colorado. Lo reconozco por el canto. Todos los días, muy temprano, antes de que salga el sol, el zorzal se pone a silbar. Silba como un ser humano. Mejor, diría yo.

Son tranquilos los días acá, en lo del Turco. Generalmente por esta ruta pasan camiones y unos pocos autos. Paran en la estación de servicio y mientras les cargan la nafta o el gasoil, los tipos se bajan y entran en el boliche a tomar algo. Algunos, los que están enterados, suben a visitarme.

Cuando el Turco me dijo que también querían venir los amigos de Ernesto yo le dije que no, que eso no.
- ¿Y qué tiene, Negra? - dijo él -. ¿No vinieron ya otros tipos del pueblo? Todos saben que estás aquí.
- Pero esto es distinto, Turco. Es como si fueran mis hijos. ¿No te das cuenta? Hay cosas que no se pueden hacer en esta vida.
Entonces él dice que sí, que está bien, que les va a hablar para que no vengan.

Van para cuatro años que hago esto. El oficio más antiguo del mundo, dice el Turco, y se ríe. Al principio me costaba, pero Adriana me explicó cómo había que hacer. Vos te ponés lo más tranquila, decía. Y mientras el tipo hace lo suyo, ahí abajo, vos pensá en otra cosa. En cualquier cosa. Y tratá de no mirarlo, al tipo, decía, porque te va a dar un poco de asco. Conocí a Adriana en un suburbio de Rosario. Yo había llegado hasta allí con aquel grupo de actores que vinieron al pueblo desde la Capital, hace tiempo.

Siempre me sentí ahogada en ese pueblo. Y nunca me llevé bien con el padre de Ernesto. Además, estuvo la cuestión del accidente. Tal vez fué eso lo que marcó el destino, lo que nos marcó a todos. Ernesto había ido hasta la ruta, en bicicleta. De repente pasó un auto y lo atropelló. Estuvo una semana inconciente, en el Hospital. Me volví loca. Me salieron las primeras canas y se me cayó el pelo. Todos me echaba la culpa, por descuidada. Fue muy triste.

Yo era buena para el teatro. Cuando los actores se fueron del pueblo, me fuí con ellos, también, una noche, cuando todos estaban durmiendo. Después de un tiempo de rodar por pueblos y ciudades, las cosas empezaron a ir mal, muy mal. Entonces me abandonaron, ahí, en el suburbio de Rosario donde conocí a Adriana.

Un día, no sé cómo, apareció el Turco, diciendo que me venía a buscar. Un buen tipo, el Turco. Me acuerdo, cuando yo andaba tan mal, él, que todavía vivía en el pueblo, se me acercaba a hablar. Pasábamos un tiempo conversando. De todo un poco. No sé si él quería otra cosa, pero a mí me parecía que no, que ya estaba un poco viejo para eso. Apareció y me dijo :
- Negra - me dijo -, venite a vivir conmigo. Arriba del boliche hay un par de piezas vacías. Las limpiamos, las acomodamos y podés trabajar ahí.
Y yo acepté.

Otra vez viene el Turco a decirme que abajo están los amigos de Ernesto, y que quieren subir. Y otra vez yo le digo que no, que no puede ser.
- Ya les avisé a los pibes - dice -. Le expliqué a Julio que la situación es muy rara, que puede pasar algo feo. Pero ellos insisten. Dicen que tienen derecho, igual que todos. Dale, Negra, ¿qué te cuesta?
- Pero Turco - le digo -. ¿No te das cuenta? Yo los conozco desde chiquitos. Ellos venían a casa, después de la escuela, y se ponían a jugar con Ernesto. Al rato yo los llamaba para que entraran a tomar la leche. Me acuerdo, a Aníbal le gustaba mucho la leche con chocolate y vainillas. Era un poco gordito. Julio, en cambio, era flaco y alto, parecía mayor. Del otro no me acuerdo el nombre, pero se veía que era un buen chico, muy inteligente.

El Turco me escucha y me mira, y mientras baja por la escalera me dice que si, que está bien, que les va a volver a explicar hasta convencerlos. Pero yo no le tengo confianza. Él siempre dice que sí y después hace otra cosa. Miro por la ventana del baño, veo el árbol del otro lado de la ruta y escucho al zorzal colorado. Desde otro lugar, que no alcanzo a ver, le contesta otro zorzal. Un rato largo se la pasan cantando, dialogando, en el silencio de la tarde.

Oigo pasos en la salita de espera y me doy cuenta de que ellos están ahí. Los tres. Julio, Aníbal y el otro. Entonces se me ocurre una idea, yo siempre fuí buena para el teatro. Espero un poco. Los oigo hablar en voz baja, reírse. Cierro la canilla del lavatorio, abro despacio la puerta y los miro. Están los tres parados, ahora, compungidos, serios, callados.

Los miro fijo, como aquella tarde, como aquella maldita tarde. Uno por uno los miro. Pongo cara seria, muy seria, y les digo, con la voz más oscura que puedo :

- ¿Qué hacen acá, chicos? ¿Le pasó algo al Ernesto?

Ellos se quedan inmóviles, clavados en el piso, pálidos, muy asustados. De repente se dan vuelta, empiezan a bajar por la escalera, corriendo, uno detrás de otro.

Entro y voy a la ventana. Miro el árbol de enfrente. Escucho el ruido del escape del auto que se va, lejos, por la ruta. Cuando vuelve el silencio, oigo otra vez al zorzal colorado. Pienso : ahora está todo bien.


Ejercicio compuesto para el Taller de Literatura Resacada, que coordina Rosana Gutierrez.
La consigna fué hacer una variación del cuento "La madre de Ernesto", de Abelardo Castillo
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