viernes, 5 de diciembre de 2008

La construcción

Poco a poco, el edificio había ido creciendo hasta transformarse en una alta torre, gris y solitaria. Dos grandes grúas, como pájaros a punto de picotear una semilla en el asfalto, subían los materiales. Pesados paneles premoldeados, que sin embargo pendulaban en el viento como hamacas, eran izados hasta el techo. Un grupo de obreros los agarraban, para encastrarlos después en alguna parte de la estructura siempre creciente.

Antonio había firmado un boleto de compra-venta. Todos los días, al pasar por la avenida, miraba la torre y buscaba el piso diecisiete. Allí estoy yo, decía.
Luisa también contribuía, con su propio dinero, para pagar las cuotas de eso que, con el tiempo, sería su hogar. El de los dos.

- Nuestro balconcito da hacia el Norte - decía Antonio.
- Si - decía Luisa -. Lo voy a llenar de macetas con plantas y flores.

Pasó el tiempo. Desde el colectivo, rumbo a su trabajo, Antonio ya no hacía a tiempo para contar los pisos del edificio. Pero no le daba importancia.

Un día los citaron de la inmobiliaria.
- Los felicito - dijo el empleado -. El edificio todavía no está terminado, pero ustedes ya pueden ocupar el departamento. Sonreía. Ellos también sonreían y se tomaban las manos.

Mientras firmaban los papeles, a Antonio le pareció ver que decía piso ciento diecisiete. Pero estaba tan feliz que no le dió importancia.

Un poco antes de la mudanza fueron a visitar el lugar. En la enorme recepción de la planta baja no había nadie. Pero ellos ya lo sabían, como sabían que para abrir todas las puertas sólo tenían que apoyar las yemas de los dedos en el dispositivo lector. Arriba de los ascensores, sobre la pared, había una inscripción : "Esta vez sí lo vamos a lograr".

El ascensor tardó quince minutos en llegar al piso. Una vez arriba, entraron lentamente en el departamento vacío. Luisa se asomó. Abajo, la ciudad se veía como esos mapas que salen en las computadoras, fotografiados desde un satélite.
- Qué alto - dijo.
Había un gran silencio, apenas interrumpìdo por el rumor de las grúas, más arriba.
- Antonio, estamos solos - dijo Luisa.
- Sí - dijo él -. Es porque somos los primeros. No te preocupes. Pronto van a venir los otros.
- Tengo frío - dijo ella.
Él la abrazó. Miraron hacia el Oeste. Una capa de gasa rojiza caía sobre el horizonte.

Sonó el timbre. Cuando abrió la puerta, Antonio vió a un hombre bajo y regordete, con un casco amarillo en la cabeza.
- Bienvenidos - dijo el hombre -. No hace falta que traigan nada, ni muebles ni ropa. Nosotros les proveeremos de todo. También les traeremos comida. Ah, la calefacción ya funciona.
- Oiga - dijo Antonio -. ¿Qué quiere decir? ¿Que nos vamos a quedar aquí? No pueden hacer eso. Los va a perseguir la Policía y la Justicia.
- No hay problema - dijo el hombrecito -. Ya está todo arreglado con el Gobierno. Ustedes fueron seleccionados para el experimento. Después de la última crisis, cuando se vió con claridad que ya no había en qué invertir el dinero, los Gobiernos más poderosos del mundo se pusieron de acuerdo para financiar este proyecto.

Antonio escuchaba, y le pareció que el hombrecito le estaba hablando en un idioma desconocido para él. Sin embargo, le entendía todo.
- ¿Y los otros? - dijo -. ¿Cuándo van a venir los otros?
- Los otros vendrán después - dijo el hombrecito -. Una vez que se alcance el objetivo del proyecto.
- ¿En qué idioma me está hablando? - dijo Antonio.
El hombrecito lo miró. Levantó por un momento el casco amarillo y se lo volvió a calzar en la cabeza. Suspiró.
- En arameo - dijo -. Esa era la otra condición necesaria para el experimento. Usted puede hablar en el idioma que quiera, que los demás lo van a entender.
- ¿Y qué se supone que tenemos que hacer nosotros? - dijo Antonio.
En castellano, pensó, aunque no estaba muy seguro.
- No tienen que hacer nada - dijo el hombrecito -. A medida que avance la construcción, ustedes se van a ir mudando al departamento más alto. Un día, Alguien se va a presentar y les va a hablar. Ése, será el momento final del experimento.

Antonio se quedó pensativo. Luisa, que escuchaba detrás de él, se apoyó en su espalda, dándole calor.
- Yo creo que Nadie se va a presentar - dijo él con voz firme -. Usted sabe muy bien que ahí afuera no hay nadie.
- Puede que sí o puede que no - dijo el hombrecito -. Pero, ¿sabe qué? Mientras lo averiguamos lo único que podemos hacer es seguir construyendo.

El hombrecito se fué. Antonio cerró la puerta, se volvió y abrazó otra vez a Luisa. Miraron juntos hacia la ventana. En el horizonte, un delgado hilo rojo dibujaba el fin de la tarde.