jueves, 18 de junio de 2009

A la sombra de Raúl Gonzalez Tuñón

Desde los adoquines sube un viejo tango
como vaga serpiente melodiosa
que va borrando de los ojos mucha bruma
acumulada en tantos lunes sin sonrisa.

Es el gemido del viento, del pasado,
la voz con que la infancia nos habla al corazón,
o la imagen furtiva de algún circo
en una tarde con lluvia y sin dinero.

Es la nostalgia.

El musgo negro de la noche se abre paso
entre los edificios.
Los faroles, muy pronto, pondrán un toque más triste
a la ciudad, a nuestra alma.

Pero del fondo de un bolsillo saco un vaso de vino,
un mapa escrito en sueco,
y un pedazo de tul cortado del vestido
de la muñeca más rubia y más pequeña
del antiguo negocio.

Hermanos : ahora me zambullo
en el breve mar rojo que quema la tristeza.
Y no hay más lluvia, ni circos trashumantes,
ni melancólicas flores
colgadas de los muros del olvido.

En mi mano derecha tengo a Brujas La Muerta,
y en la izquierda, cerca del corazón,
a Fragante París,
con un enorme y alegre cartel nocturno.
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sábado, 23 de mayo de 2009

Uno cambia mucho

Conocí a una mujer que vive en la calle B., cerca de la calle C.
Un día, charlando, le pregunté si conocía a otra mujer, de la calle C., a quien yo había visto muchos años atrás en Mar del Plata. Me preguntó cómo era y se la describí. Claro que le describí a la mujer que yo recordaba, después de todos esos años, de la cual me había enamorado. Yo era muy joven, entonces, y ella era más joven todavía.
—No —me contestó—, hace tiempo que vivo en este barrio, pero no la conozco.
Después me contó que una vez, siendo muy joven, había hecho un viaje a Mar del Plata, con los padres. En el hotel conoció a un muchacho, del cual se enamoró, pero no recordaba ni el nombre ni el aspecto.
—Uno cambia mucho con los años —dije yo.
—Si —dijo ella—, aunque siempre parece como que hay algo que no cambia.
—Si —dije yo—, cuando recuerdo a aquella mujer, a aquella niña, el amor que sentí entonces lo siento de nuevo, como si fuera hoy.
La mujer me miró y se echó a reir.
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lunes, 6 de abril de 2009

Instrucciones para no morir de melancolía en una tarde de Domingo

Lo primero es no escuchar tangos. O por lo menos que no sean tangos de la década del 40. Nada hay más melancólico que oir esas viejas versiones y de repente acordarse de la vieja de uno, que los escuchaba en la radio, mientras cocinaba, en el pequeño cuchitril del convento. Uno era chico y no entendía nada. Simplemente estaba ahí, sentado, tomando la leche y escuchando. Y viendo como la vieja cortaba la polenta fría que había quedado del mediodía. Hacía una especie de pancitos, les ponía encima un poco de queso y después, a la noche, los metía en el horno. Entre tango y tango, el locutor anunciaba : "No diga hola, diga Olavina"...

Lo segundo es no leer los diarios. Las noticias y los comentarios le dan a uno la idea de que ahí afuera hay un mundo estructurado, organizado, donde todo pasa por alguna razón. Hasta las guerras, los asesinatos, los robos. Todo está previsto o es previsible. Y si no estuvo previsto, luego alguien le encontrará un buen motivo para que haya ocurrido. Pero después de leer uno se asoma a la ventana y ve cómo su propio mundo se está descascarando, se está viniendo abajo. Lo siente como una especie de flan o de gelatina, sin formas ni límites.

Lo tercero es no ponerse a esperar que suene el teléfono. Puede ser que ella llame esta tarde. Puede ser que se acuerde de lo que hablamos durante la semana, de su promesa, y llame. Y que tal como te va, que te parece si salimos y qué lindo es pasear y charlar o tomar un café debajo de un jacarandá florecido. Puede ser. Pero no hay que esperar. Es preferible mirar una película en la tele y de pronto darse cuenta de que ya se hizo de noche y que uno se tiene que ir a dormir. No, no hay que esperar el llamado. Y mucho menos llamar uno. Porque si es uno el que llama, corre el riesgo de que nadie atienda. O de que atienda una voz desconocida y le diga a uno que ella no está, que salió y que no va a volver hasta muy tarde. Entonces la melancolía va a ir tomando un color violeta, cada vez más oscuro. Y uno va a sentir que está ahí, clavado a la silla, sin poder moverse.

Y por último lo que no hay que hacer, nunca jamás, es mirar el resumen de los partidos. Porque uno estará viendo algo que ya sabe cómo fué y cómo terminó. Durante toda la tarde, la radio del vecino y los gritos y petardos en la calle le fueron informando a uno lo que estaba pasando. Y además está la música de Vangelis. Esa que sacaron de la película Blade Runner y la pusieron como cortina del programa. Es como algo finito, persistente, que se le va metiendo a uno en el alma como una aguja de hielo, en medio de la lluvia y de la noche. Entonces la melancolía ya no será melancolía. Será simplemente angustia. Un agujero negro que poco a poco va a ir devorando todo.


Ejercicio compuesto para el Taller de Literatura Resacada, que coordina Rosana Gutierrez.
La consigna fué hacer un texto similar a los de Cortázar, en Historia de Cronopios y Famas, que comienzan con "Instrucciones para..."

jueves, 15 de enero de 2009

Los amigos de Ernesto

Ya le dije al Turco que tiene que poner un bidet. Es tan incómodo tener que agacharse sobre la palangana, para lavarse, cada vez que se va un cliente. Entre el lavatorio y el inodoro, debajo de la ventana, queda el espacio justo. El Turco me dice que sí, que lo va a hacer, que ya habló con el plomero del pueblo. Pero el tiempo pasa y todavía estoy en veremos. El Turco es así, nunca dice que no a nada. Pero después va y hace lo que quiere.

Desde la ventana del baño puedo ver la ruta. Cruzando la ruta hay un alambrado y más allá un árbol grande. En el árbol vive un zorzal colorado. Lo reconozco por el canto. Todos los días, muy temprano, antes de que salga el sol, el zorzal se pone a silbar. Silba como un ser humano. Mejor, diría yo.

Son tranquilos los días acá, en lo del Turco. Generalmente por esta ruta pasan camiones y unos pocos autos. Paran en la estación de servicio y mientras les cargan la nafta o el gasoil, los tipos se bajan y entran en el boliche a tomar algo. Algunos, los que están enterados, suben a visitarme.

Cuando el Turco me dijo que también querían venir los amigos de Ernesto yo le dije que no, que eso no.
- ¿Y qué tiene, Negra? - dijo él -. ¿No vinieron ya otros tipos del pueblo? Todos saben que estás aquí.
- Pero esto es distinto, Turco. Es como si fueran mis hijos. ¿No te das cuenta? Hay cosas que no se pueden hacer en esta vida.
Entonces él dice que sí, que está bien, que les va a hablar para que no vengan.

Van para cuatro años que hago esto. El oficio más antiguo del mundo, dice el Turco, y se ríe. Al principio me costaba, pero Adriana me explicó cómo había que hacer. Vos te ponés lo más tranquila, decía. Y mientras el tipo hace lo suyo, ahí abajo, vos pensá en otra cosa. En cualquier cosa. Y tratá de no mirarlo, al tipo, decía, porque te va a dar un poco de asco. Conocí a Adriana en un suburbio de Rosario. Yo había llegado hasta allí con aquel grupo de actores que vinieron al pueblo desde la Capital, hace tiempo.

Siempre me sentí ahogada en ese pueblo. Y nunca me llevé bien con el padre de Ernesto. Además, estuvo la cuestión del accidente. Tal vez fué eso lo que marcó el destino, lo que nos marcó a todos. Ernesto había ido hasta la ruta, en bicicleta. De repente pasó un auto y lo atropelló. Estuvo una semana inconciente, en el Hospital. Me volví loca. Me salieron las primeras canas y se me cayó el pelo. Todos me echaba la culpa, por descuidada. Fue muy triste.

Yo era buena para el teatro. Cuando los actores se fueron del pueblo, me fuí con ellos, también, una noche, cuando todos estaban durmiendo. Después de un tiempo de rodar por pueblos y ciudades, las cosas empezaron a ir mal, muy mal. Entonces me abandonaron, ahí, en el suburbio de Rosario donde conocí a Adriana.

Un día, no sé cómo, apareció el Turco, diciendo que me venía a buscar. Un buen tipo, el Turco. Me acuerdo, cuando yo andaba tan mal, él, que todavía vivía en el pueblo, se me acercaba a hablar. Pasábamos un tiempo conversando. De todo un poco. No sé si él quería otra cosa, pero a mí me parecía que no, que ya estaba un poco viejo para eso. Apareció y me dijo :
- Negra - me dijo -, venite a vivir conmigo. Arriba del boliche hay un par de piezas vacías. Las limpiamos, las acomodamos y podés trabajar ahí.
Y yo acepté.

Otra vez viene el Turco a decirme que abajo están los amigos de Ernesto, y que quieren subir. Y otra vez yo le digo que no, que no puede ser.
- Ya les avisé a los pibes - dice -. Le expliqué a Julio que la situación es muy rara, que puede pasar algo feo. Pero ellos insisten. Dicen que tienen derecho, igual que todos. Dale, Negra, ¿qué te cuesta?
- Pero Turco - le digo -. ¿No te das cuenta? Yo los conozco desde chiquitos. Ellos venían a casa, después de la escuela, y se ponían a jugar con Ernesto. Al rato yo los llamaba para que entraran a tomar la leche. Me acuerdo, a Aníbal le gustaba mucho la leche con chocolate y vainillas. Era un poco gordito. Julio, en cambio, era flaco y alto, parecía mayor. Del otro no me acuerdo el nombre, pero se veía que era un buen chico, muy inteligente.

El Turco me escucha y me mira, y mientras baja por la escalera me dice que si, que está bien, que les va a volver a explicar hasta convencerlos. Pero yo no le tengo confianza. Él siempre dice que sí y después hace otra cosa. Miro por la ventana del baño, veo el árbol del otro lado de la ruta y escucho al zorzal colorado. Desde otro lugar, que no alcanzo a ver, le contesta otro zorzal. Un rato largo se la pasan cantando, dialogando, en el silencio de la tarde.

Oigo pasos en la salita de espera y me doy cuenta de que ellos están ahí. Los tres. Julio, Aníbal y el otro. Entonces se me ocurre una idea, yo siempre fuí buena para el teatro. Espero un poco. Los oigo hablar en voz baja, reírse. Cierro la canilla del lavatorio, abro despacio la puerta y los miro. Están los tres parados, ahora, compungidos, serios, callados.

Los miro fijo, como aquella tarde, como aquella maldita tarde. Uno por uno los miro. Pongo cara seria, muy seria, y les digo, con la voz más oscura que puedo :

- ¿Qué hacen acá, chicos? ¿Le pasó algo al Ernesto?

Ellos se quedan inmóviles, clavados en el piso, pálidos, muy asustados. De repente se dan vuelta, empiezan a bajar por la escalera, corriendo, uno detrás de otro.

Entro y voy a la ventana. Miro el árbol de enfrente. Escucho el ruido del escape del auto que se va, lejos, por la ruta. Cuando vuelve el silencio, oigo otra vez al zorzal colorado. Pienso : ahora está todo bien.


Ejercicio compuesto para el Taller de Literatura Resacada, que coordina Rosana Gutierrez.
La consigna fué hacer una variación del cuento "La madre de Ernesto", de Abelardo Castillo
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